21.11.09

Línea de frontera Cap. VII

He podido leer en el diario de Ivana el comienzo de su novela familiar (¡menos mal! pensé que no lo iba a hacer). Transcribo:
Escribí hace unos días que “podría empezar, así de un modo poco pensado y lento, en un lugar de todos y de nadie. Donde todo y nada se cruza.” Ese lugar es, para mí, el lugar donde nacemos y lo empezamos a llamar mi pueblo, mi tierra, mi provincia o mi país y no tenemos ni un gramo de tierra que nos pertenezca del lugar.
Nací hace más de medio siglo, en un remoto lugar del sur de Plataquia, en el subcontinente de Sudaquia.
Flaca, más alta que los niños de mi edad, con poca gracia y, para colmo, la mayor de los hermanos graciosos, bellos y, al menos dos, eran más inteligentes que yo. Tal situación hizo que me refugiara en los libros. Mis tías se entretenían enseñándome a leer, a escribir y a pintar con tizas de colores sobre maderas de cajones del almacén de mi abuelo. Miraban con orgullo aquellos dibujos, ¡por fin! mostraba una habilidad distintiva. Entré al colegio y, al segundo día, la maestra me preguntó “¿repetiste de grado?”. Mi cuaderno lucía prolijo, había copiado claramente la fecha que había anotado en la pizarra y había completado las líneas de palotes sin salirme del renglón. No había borrones ni maltrato a la hoja. Era la diferencia por jugar de alumna con mis tías. Mis compañeros a los seis años, por primera, se peleaban con un lápiz y una hoja de papel. Ser la mejor del primer grado no me costó nada. Yo sabía leer, escribir y hacer cuentas.
Al año siguiente las cosas se complicaron, debía manejar una lapicera con pluma cucharita, mojarla en el tintero y escribir. Mis tías no jugaban con tinta y lapicera, sólo con tizas, papel y lápiz. Alguna que otra mancha, de la pluma de aquellas espantosas herramientas para escribir, caía sobre las hojas de un cuaderno con espiral (todo un avance en materiales educativos) eso me permitía arrancar las hojas cuando estaban muy manchadas y volvía a empezar. La maestra descubrió mi truco y me hizo enumerar las hojas. Eso terminó con unos cuantos coscorrones y un pececito volando hacia mi nariz. Mi madre vio el cuadernito y la horrorosa prolijidad, ella estaba limpiando un pececito de loza color verde clarito y en el enojo lo lanzó, con tan mala suerte que le interpuse mi nariz.
Mejoré, era una alumna prolija, estudiosa, cumplidora…En quinto grado me eligieron como abanderada y eso me creó la responsabilidad de no faltar un solo día a clase durante todo el sexto grado. Fui a clases hiciera calor, frío, nevara, lloviera, tuviera fiebre, resfrío o tos… Tampoco podía llegar tarde, eso equivalía a media falta. Un día corrí tanto para llegar a horario que llegué blanca y descompuesta por el frío.
Terminé la primaria con felicitaciones de mi maestra y la directora. Tenía un hermoso cuaderno lleno de dibujos. El médico de mi pueblo lo vio y dijo “esta chica tiene que ser pintora”. Creyeron que mis mareos y mi sueño eran porque estudiaba mucho. No sabían lo que me pasaba. El descubrir cierto comportamiento de mis padres me estaba destruyendo. Los mareos y mi sueño fueron porque que me tomé unas cuantas pastillas de un frasquito que encontré en el botiquín del baño. Quería dormir. No quería pensar. No quería ligarme otra paliza por lo que mi hermana Nené le había contado a mi mamá.
A los golpes aprendí que hay cosas que no se deben contar, no se deben compartir con nadie. Lo que me hizo Nené nunca se lo pude perdonar. Nené era así, más bella e inteligente, pero no había obtenido los mismos resultados en el colegio. A ella le gustaba salir con las amigas, pasar largas horas charlando y poco se ocupaba del colegio. Creo que lo peor era cuando largaba los chismes. La maestra se enteró de algo que dijo y allí se armó el tole tole (escribo tole tole, aunque a mí me gusta decir quilombo y despelote, son como más significativos, pero un día lo dije delante de los mayores y me dijeron que esa no era la manera de hablar de una “buena” niña).
El año en que terminé la primaria fue triste, allí fui sintiendo mi lugar en la familia, mi lugar en el pueblo. Me reconocían como una niña estudiosa, aunque alguno diría “es una mosquita muerta”. Lo que no sabían era que las normas que aquella sociedad me imponía eran para mí algo que debía respetar. Cada vez que me salía de los carriles, sufría; temía que no me quisieran más, que no me aceptaran, o hacer el ridículo… Con el tiempo me fui acostumbrando a tratar de hacer todo bien, sabía que ni bien me apartara de esa línea me arrojarían, por ejemplo, un “mirála a la perfectita”, “¡Ah! ¿Nos sos vos la buena hija?”, “¿No sos vos la que cumple con todo?”, “¡Ja! modesta te llaman a vos, decís que tenés un defecto. Yo te diría que unos cuantos” (Todo porque dije “tengo un defecto” y no pude completar la frase con grave). Bueno, estoy cansada. Quiero irme a dormir. Si sigo escribiendo voy a quedarme despierta hasta la madrugada. Tengo la costumbre de leer y releer, de borronear y dar vuelta lo que escribí, siempre cometo errores y por más que intento mejorar la sintaxis algo termina por no estás bien. Escribir con lápiz sigue teniendo sus ventajas, puedo borrar. (¡Ojalá! así fuera en la vida) Otra cosa que me dijeron sobre mi manera de escribir: "tus frases son muy largas, retorcés todo, tenés un estilo casi barroco". (¿?) "Ya no se usa, es aburrido. Es que vos sos aburrida."

19.11.09

Líneda de Frontera Cap. VI

Ivana miró el cesto de mimbre y pensó en otra semana que se le pasó. En su cuaderno había anotado fragmentos: “En un bosque de cien mil árboles no encontrarás una hoja igual a otra. La vida de cada quien, como cada una de esas hojas, es única. Haz de tu vida lo mejor posible. Escribe la mejor historia.”
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“La vida como un puzzle, es un enigma. En el arte del puzzle cada elemento no preexiste al conjunto, es el conjunto el que determina sus partes. Podríamos decir que no se trata de un juego solitario, el gesto que hace el que rearma las partes ha sido hecho antes por el creador del mismo. Eso sí, esto era cuando el puzzle era armado en madera y pieza por pieza. Hoy son un simulacro de cartón con piezas todas iguales. ¿Quién habrá determinado los movimientos que debo realizar? ¿Qué jugador detrás del jugador estará moviendo los hilos para que hagamos nuestros movimientos, reconocimiento y colocación de cada cosa en su lugar?”

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Miro, veo, escucho, junto detalles. Hay tanta historia para contar, tantas en relación a la familia. El enredo como un puzzle se proyecta en el fondo de la caverna que habito. Sonrío, sonrío.
Recuerdo una técnica para el olvido: contar, contar de diferentes modos aquello que se adhiere a mi cerebro y a mi corazón. El repetirlo lo diluye, lo licua, no tiene la sustancia que tenía. Sonrío. Sonrío.

Tal vez deba usar otra técnica. Cierro suavemente mis ojos y armo paquetes con lo que quiero olvidar, los coloco en una mochila, subo a un largo tren, camino con mi mochila cargada de paquetes y voy hasta el último vagón. Abro la puerta y arrojo uno a uno los paquetes. Pero no sonrío, lloro. Estoy de duelo por lo que abandono, poco a poco dejará de pesarme el arrojar mis lastres.
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Sí, podría empezar, así de un modo poco pensado y lento, en un lugar de todos y de nadie. Donde todo y nada se cruza. En una hoja de papel. Escribir con el lápiz tiene sus beneficios y no necesariamente se trata de analfabetismo tecnológico. Siento que debo tener un poco más de inteligencia de la que pienso o de la que alguna vez midieron en múltiples test. Kitty Burns Florey, escritora norteamericana, ha escrito con tanto énfasis sobre la importancia de escribir a mano que, según el Financial Times , ‘podría provocar un renacimiento de la escritura a mano’. Ella nos cuenta que Paul Auster, Carlos Fuentes, Joyce Carol Oates, Doris Lessing, y hasta JK Rowling y Steven King hacen por lo menos sus primeros borradores a mano, y la explicación no siempre es una cuestión de edad o de costumbre. Mirá vos, si gente importante escribe a mano ¿igual costumbre me convierte en escritora? Mejor no pienso, los pinceles no me convierten en pintora ni el cincel en escultora.”
UHAUUUU!!!! ¿O Guau?

7.11.09

Línea de frontera - cap V

Era un día inusual de primavera, aunque debería decir que ya nada se parecía a lo que Ivana consideraba usual. Le dolía cada centímetro de su cuerpo. Sentía que ir a trabajar era como empujar la piedra de Sísifo ¿a qué dioses habría ofendido? Medía el paso del tiempo por la ropa que tenía que lavar. Miraba el canasto de mimbre y cuando estaba lleno decía “otra semana que se me pasó volando.” Trataba de ordenar y limpiar esa casa que sentía grande como cierta ropa que uno se compra cuando joven; a medida que el cuerpo se va achicando queda floja o larga en piernas y brazos, pero siempre queda lo que desencaja y te aprieta molestándote arriba y debajo de una cintura que parece no haber existido jamás de los jamases. Percibir cansancio y aburrimiento por la rutina era lo que más le dolía. Desde joven se decía “huir de la rutina no es más que meterse en otra. La costumbre no es mala en sí, es la forma en que la enfrentamos. La felicidad tiene cuatro condimentos: amor, un trabajo que te haga sentir útil, salud y un poco de dinero –como para no morir de hambre-.” Ella tenía amor, un trabajo con poco sueldo -donde todo lo que hacía era inútil- y la salud trastabillaba. Sonrió, sus pensamientos saltaban hacia atrás, cuando joven le había horrorizado que una cama limpia donde morir era lo único que podían tener un humano, en algún remoto país.

Quería escribir, pero no encontraba la punta por donde desenredar la madeja, había empezado por molestarle leer, eso era grave. No se podía concentrar, ni siquiera podía leer salteado buscando una palabra. No podía evadirse de eso que llaman lo real. Sino leía, no se evadía; sino se evadía no iba a escribir, porque para escribir necesitaba la palabra que le hiciera explotar asociaciones e imágenes que la llevaran a buscar un lápiz y una hoja. Estaba comenzando por mirar con fastidio los libros en la biblioteca, se vio tirándolos, por el balcón, convertidos en una lluvia de papelitos.

Encendió la tele, no fue lo acertado. En un aviso el protagonista quería contar sobre su estado de ánimo y lo dejaban solo. Para remediar su ánimo caído tenía que comer unas galletitas que le cambiaran la cara, en otro todo era perfecto, en otro el producto era lo perfecto para lo imperfecto, etc. En la serie, en las películas, en los noticieros, en los documentales los objetos se apoderaban del hombre ¡Era el colmo! Hasta en los avisos le filosofaban que tenía que transitar el cambio o cambiar de camino. Todo era light, no debía entristecerse por nada, ni preocuparse, ni molestarse, ni averiguar demasiado. Pensándolo bien, no había escapatoria ¿Quién podía comer esas galletitas mágicas que ofrecían? Esas galletitas para lo único que servían eran para aumentar los triglicéridos y los rollos en la cintura. Los actores de los avisos cumplían con la función “desproblematizadora” de la vida (¡uf! ¡Qué palabra tan larga! pero es así ¿dónde se vio un aviso donde los protagonistas estén sufriendo algún contratiempo o se sienta para el…? El final feliz solo en las peli de…) Apagó la tele, miró por la ventana, estaba lluvioso, era una primavera en que uno sentía que nada estaba seco, todo estaba pegajoso, ni el ánimo se escapaba a esa babosidad. Las nubes se desplazaban formando un gran círculo sobre la ciudad, no era lo común, pero se parecía a una peli de ciencia ficción, digo de esas que se refieren al cambio climático. Ivana solía miran las descargas eléctricas, percibía al viento cada vez más fuerte, imaginaba cómo los edificios de la ciudad se deshacían, como castillos de barajas. Cierta vez comentó sobre el cambio climático y le dijeron que no era por culpa del hombre, ni del calentamiento, que era propio del ciclo de la vida en la Tierra, que ella nunca podía ver nada bien, era campeona en deprimir y preocupar al cohete a los demás, y que blablabla.

Sobre la mesita que le servía de escritorio, estaba el cuaderno que usaba como bitácora del viaje de la noche al día. Lo acarició con la punta de los dedos, por un instante sintió ganas de romperlo, cualquiera podría leerlo y no estaba segura de que le interesara que alguien se enterara de sus sentimientos, de sus broncas y las etc. Sonrió ¿quién iba a leer algo tan aburrido? Volvió a sonreír. La terapia de la sonrisa, eso no debía olvidarlo.

Se acordó de la jefa, también era puro blabla. Primero le había dado una indicación, luego le dio una contraorden, pero no reconoció que Ivana había cumplido sus órdenes al pie de la letra. Bueno, es bastante común escuchar que el cliente siempre tiene la razón, si quiere matarse lentamente “hay que venderle, por ejemplo cigarrillos para que se fume día a día la vida”. No se tiene una forma de pensar propia, se varía según la voluntad del cliente. De eso se trata, si no hay cliente, no hay ventas; si no hay ventas, no hay ingresos y la “organización” (cualquiera sea) se va a canastito del palo mayor del barco. La cuestión está en saber ¿por qué pensamos como pensamos?, ¿quién o qué hace que pensemos…? Ella sentía que no tenía ganas de cambiar de camino ni de caminar el cambio, no quería ser un animal robotizado, por lo menos a conciencia, no quería una inteligencia que no tenía, le bastaba el poco entendimiento sobre lo que le rodeaba. Era probable que se convirtiera en ermitaña.

2.11.09

Linea de Frontera. Cap. IV

Ivana no podía concentrarse en lo que debía hacer, murmurando andaba de aquí para allá. Como una adicta sentía necesidad de escribir, pero para poder hacerlo antes tenía que leer. Leer, no mucho. Un párrafo, una frase, un verso. Si lo que leía era disparatado, tanto mejor. Se producía una explosión en su cabeza, la palabra por sonido, grafía o significado le desencadenaba múltiples de asociaciones. A veces, abría un libro y saltaba de página en página buscando a tientas algo que la reanimara.
Nuevamente sentía la imposibilidad de decir “al pan, pan y al vino, vino.” Escribir le ayudaba a sacar esa sensación pegajosa que la envolvía, es posible que tuviera todo claro, pero no se animaba a expresarlo.
Después de revolver en su biblioteca encontró el método para que el enredo desatara las palabras , se entusiasmó y dudó entre escribir o leer. Leyó y mezcló lo leído con sus propios sentimientos; escribió: “sin duda no soy muy inteligente: en todo caso las ideas no son mi fuerte, tampoco la creatividad o la consistencia de los enunciado que emito. La opinión que se me opone me hace titubear. Me pregunto sobre la validez de mis ideas y sentimientos y si debo sostener mi opinión. Cada vez más siento la penosa inconsistencia, la fragilidad de lo que puedo comunicar. Mis rosas no florecen en un poema, mis jabones no hacen espuma en un relato. De todas maneras, para reemplazar la palabra ausente, tengo que balbucear, al menos, sobre mi relación con las cosas, con lo que me rodea…”
Un mensaje en su celular la había sido el disparador, sobretodo dos palabras de las que allí figuraban le molestaban: “ayudáme y hermana.”
El arte de amargarse la vida no es para cualquiera. Algunos tenemos predisposición para quedarnos aturdidos frente a un pedido y sentirnos mortificados ante la posibilidad de responder: No. Si me piden esto o aquello, me resulta difícil arrojar un no y liberarme de culpa. Lo peor es pensar si no me estaré cobrando aquello que percibí como ofensa o como deuda hacía mí. De nuevo escucho la frase de Juan y mi relación con el resentimiento, no puedo liberarme del sabor amargo que me produce cuando se acuerdan de mí solo para pedirme ayuda - la más de las veces material-. Muchas veces censuré mi NO por temor a que sientan que en lugar de corazón tengo una piedra (digo, metafóricamente hablando, porque ya se sabe: todo está en nuestra cabezota, el corazón y los pulmones trabajan juntos para llevar oxígeno a los tejidos del cuerpo. Esto debe ser algo de lo poco que recuerdo de anatomía. ¿A quién se le habrá ocurrido poner los sentimientos en medio de nuestro pecho?)

Y ahora de nuevo ¿a quién le pregunto para que me aconseje si debo contestar o no? ¿Debo mentir: "No se qué le pasa al celular, algunos mensajes no los recibo?" ¡Total! Tantas veces me respondieron eso. Por lo menos podrían llamar preguntarme ¿Cómo estás? Es verdad, yo tampoco llamo. Desde que me mintieron descaradamente no volví a llamar o a escribirles. Saben que no estoy bien… ¿les importará? Debería ir a psicoterapia y dejar de jugar con esta entidad, de tres dimensiones, llamada palabra. Tal vez, el nombrar me de el poder sobre lo que nombro.
De todos modos, voy a borrar el mensaje no vaya a ser que la tentación sea tan fuerte y respondo.
De todos modos, sentir que mi opinión y mi forma de actuar hoy es más válida que lo que solía hacer (el callarme la boca), me parece tan absurdo como afirmar que el rebuzno de un burro es más honesto que el canto del zorzal que anida en mi balcón.”

Ivana sonrió, ella creía en la terapia de la risa, creía que con solo una mueca bastaba para mandar una señal al cerebro y que su animo mejorara.
“Tal vez mañana logre ordenar este decir que se desdice y me perdone mis broncas, mis exabruptos y mis ganas de mandar al palo mayor de la nave al autor del mensaje. Sí, tal vez mañana la memoria recuerde el beneficio del olvido.”