15.12.09

Línea de frontera Cap. X

Notas al final del cuaderno

Desde muy pequeña escuché que en los libros sagrados y en recopilaciones de tradiciones orales muy antiguas en el principio de todo, en los orígenes del universo “existía el verbo”. Verbo viene de Verbum = palabra. Para los judíos y cristianos Dios, creador del cielo y de la tierra, ordenó el caos y dijo:hágase la luz”, “y la luz fue hecha”. Tal vez de aquí arranque mi pasión por la palabra, por esos puentes entre seres conscientes de su separatidad.
Así que coincido plenamente con quien escribió:
“No importa quiénes seamos, no importa donde vivamos, o lo que hacemos en nuestras vidas diarias, todos nosotros dependemos del uso apropiado de las palabras, para transmitir nuestros pensamientos y sentimientos. Cuanto más acertados y sabios seamos en el uso de las palabras, más eficaces seremos en la sociedad.

Cualquier actividad que elijamos realizar, puede ser mejorada si somos capaces de dominar la habilidad de comunicarnos bien.

Y diría que, en cualquier rol que cumplimos, la palabra dicha es como una piedra o una flecha que arrojamos y no podemos parar. Y me hace tener esperanza quien desde el islamismo escribió:
Las palabras pueden ser armas. Pueden herir, pueden humillar y pueden infligir mayor dolor que la violencia física. Pueden usarse las palabras para inflamar las pasiones, despertar el enojo, declarar la guerra y destruir. Pero tan poderosas como armas, las palabras también pueden sanar las heridas y pueden ser mediadoras de paz. Las palabras bien escogidas tienen un poder y una belleza que pueden proyectar el bien más allá del tiempo de una vida.


Por segunda vez en mi vida, como convidado de piedra, asistí a un volcán de pasiones, el dolor hizo expulsar lo peor de cada uno de los contrincantes. En la esgrima de palabras hubo heridas y aunque quise calmar los ánimos, terminé abrazada por cada brasa de esa lava quemante que fluía de la boca de un hombre y una mujer. Pero toda palabra puede encerrar mucho más, puede contener la insidia de (un) otro(s) escondido(s) en su propia escoria.

Bien escribió O. Paz: ¿Pero realmente hablamos nuestra lengua? Más exacto sería decir que ella habla a través de nosotros. Y hay quienes sostienen que somos seres definidos por el lenguaje, y no hablamos una lengua sino que somos hablados por ella. Hoy más que nunca creo que sería bueno tener la buena memoria del olvido y en lugar de mirar hacia atrás debo mirar hacia adelante.

4.12.09

Línea de frontera Cap. IX

Notas borroneadas al final del cuaderno
Me resulta difícil escribir
Hoy releí el final de Altazor, el verso final me sigue pareciendo un ¡ay! camuflado en ese “Ai a i ai a i iii o ia”.
No he volado ni alto ni bajo en un poema que no es, ni será, ni debió ser, y como un Ícaro (más torpe que soberbio) se me quemaron las alas por un sol que un día me dijo “Felicidades hoy has pasado a ser…” Y mi aventura de vivir, que no es de lenguaje, nuevamente me indica que no hay palabras para nombrar ciertos dolores, ni para cercarlos, entibiarlos o adormecerlos.
Y no sé si irme en un camino de apariencias, en una sonrisa estúpida o si debo arrancarme los ojos y caminar en el exilio comunicando ¡Ea! Miren cuanto sufro. Pero el dolor se me hace pecho, no tengo lágrimas, no tengo forma de quitármelo de encima.
Entonces me castigo, digo “es mi sino que viene a cobrarse mis días felices, es mi culpa que viene a castigar mis pecados por lo que hice o dejé de hacer, por lo que dije y por lo que me callé, también.” Cuando eso no me alcanza cometo actos tontos, de una extremada tontería, para que otros me castiguen y el castigo no caiga donde no debe.
Parafraseo las palabras de Vicente:
(…) qué desgracia me persigue
En la urna de las flores impacientes
Se encuentran las emociones en ritmo (in)definido

Línea de frontera Cap. VIII

Un día, cuando estaba por terminar la escuela secundaria, le dije a mi madre que quería seguir estudiando, que averiguaría donde podía vivir y cómo pagarme los estudios. Hice lo posible para obtener una beca, averigüé sobre un pensionado modesto, pedí ayuda (que poco devolví, soy una malagradecida). Y como muchos plataquianos del interior del país emigré a la gran ciudad. Nada fue más revelador que aquella experiencia para poner distancia, para valorar a mis padres, para olvidar malos entendidos.
Elegí la gran ciudad porque allí me era posible conseguir trabajo, si gastaba lo imprescindible podría sobrevivir sin apuros. Mi sorpresa fue el costo de los libros, eso me obligó a pasar largas horas en una biblioteca.
Durante el primer año una compañera, 10 años mayor que yo, empezó a marcarme el paso sobre lo que tenía que hacer. Era la fuerza de la costumbre, era maestra y estaba por casarse con alguien que era su calco. Me había adoptado como una especie de hija y temía que me descarrilara en cualquier momento en la gran ciudad. Ella me marcaba los compañeros que se fijaban en mí, me decía: “ese tiene cara de atorrante”, “ese parece bueno”, “ese es un atorrante”. Lo peor es que no me daba cuenta que me miraban o cuando tenían segundas intenciones. Me obligaba a estudiar matemáticas (mi punto más que débil) y los fines de semana los pasaba con ella y su familia en su casa de las afueras de Santa María de los Ayres. La casa no era fea, pero ellos tenían muchos perros y todo olía a perro. Eso me incomodaba muchísimo. Cuando me fui a servir el primer té, hice un esfuerzo por no vomitar. El colador de alambre parecía de fieltro, una capa fina de no sé qué tapaba casi todos los agujeritos. La gente era más que buena y traté de pensar que si ellos no habían muerto por colar el té allí, yo tampoco moriría. Me ofrecí a lavar los platos muchas veces y aprovechaba para limpiar el colador. Creo que se dieron cuenta, un día llegué y había un colador nuevo. Continuamente comparaba aquella casa con la de mis padres. En mi casa no había nada que sobrara, había casi lo justo. El mayor lujo era la limpieza a la que nuestra madre nos había acostumbrado.
En la casa de mis tutores, las cosas pintaban diferente, era una familia burguesa y con bastante dinero que vivía en un barrio de nuevos ricos, apenas los conocía. Fueron mis tutores por compromiso, cuando me encontré con el contratiempo de que en el pensionado me pedían tutores, una de mis ex maestras se ocupó de la cuestión como cosa personal. Según ella había que facilitarme las cosas, era una pena si no podía ir a estudiar por tan poca cosa, me llamó a su casa y delante de mí les pidió que fueran mis tutores; les aseguró “no les va a traer ningún problema, es muy buena chica”. Ellos habían ido de vacaciones a mi pueblo como lo hacían todos los veranos. Así fue como empezó un trato superficial y limitado a algunos fines de semana.
Si tenía alguna sospecha de las diferencias de clase, el contacto con esa gente me la hizo explícita. Cierta vez la hija de mis tutores me dijo riéndose “te vestís peor que mi muchacha”. Creo que me sentí un poco humillada, pero supe que no quería ser como ella. Casi un año después empecé a trabajar y a conocer más gente, cierta vez estando con ella me saludó un estudiante de ingeniería que conocí accidentalmente. Era del barrio de mis tutores, estábamos esperando el colectivo, él manejaba un auto de moda nuevecito. Se ofreció llevarnos y le contesté “gracias”, simplemente para no darle el gusto de que ella pudiera hablar con él. A ella se le iban los ojos, pero una de mis compañeras de trabajo gustaba de él y no era cuestión de arriesgar. A mí el fulano me parecía un larguirucho, barbudo con aires intelectuales y por demás insulso.
No todo fue simple, el primer mes en Santa María de los Ayres bajé 10 kilos, comía poco. El encontrar algún gusano en la ensalada, la carne dura como suela, el pan como goma, la sopa grasosa hacían que no comiera sumado a que extrañaba horrores a mi familia. Me bajaba la presión, me pegué más de un porrazo por esa cuestión.
Mis compañeras de pensionado no eran todas amables. Algunas me hacían difícil la convivencia. A mí me salía responderles de la misma forma como me trataban. Creo que nunca fui, ni soy ni seré capaz de dar una respuesta inteligente. Una de esas respuestas que pone las cosas en claro, pero no ofende ni maltrata al otro, por eso me callaba y me encerraba a llorar. Aún hoy, la más de las veces, me sigo portando así.
Creo que logré recibirme por mi dedicación, por largas horas de estudio, porque encontré gente que me explicó una y otra vez lo que no entendía y porque repetía como un loro y defectuosamente lo escuchado y leído. Siempre lamenté mi escasa inteligencia lógica racional y occidental (no sé que significa esto, pero algunos valoran este tipo de inteligencia y a mí me gustaría tenerla, digo, como para pertenecer, como para tener cierto estatus).