21.9.09

Línea de frontera - cap. II

de adelante hacia atrás /[avanza la memoria]/como un cangrejo,/inventando el camino, /el dolor, la dicha, /rastros de lo que alguna vez /llamaremos
vida

Cristina Piña

Ivana leyó como para olvidarse de la rutina de las salas de espera. No sabía porqué le daban un turno y luego tenía que esperar casi una hora. Era una constante. Debía ser el “castigo” por haber faltado la cita anterior. Le habían dado un sobre-turno.
Entrecerró los ojos, estaba cansada de leer para matar ese tiempo perdido. Vio un calendario, se dijo “ya pasaron quince días y van a pasar más y más; la pena se modificará, pero seguirá estando”. No podía olvidar, tenía bronca y pena, pena y bronca. No había dicho a Memé lo que sabía acerca del santafesino. Ese bendito borde, esa línea de frontera de no decir para no herir.
En un almuerzo escuchó que Memé se lamentaba: “si me hubiera ido a Santa Fe, todo hubiera sido diferente. Si me hubieran dejado ir.”
Ivana retrocedió unos cuarenta años, sentada en un barsucho de la calle 25 de Mayo frente al santafesino. Ella, tal vez, fue la última que lo vio. Él dijo que no iba a casarse, que lo único que quería era que le devolvieran el dinero. Ivana calculó aproximadamente cuánto dinero tenía ahorrado y pensó en que se lo iba a dar a cuenta, aunque ella de eso no había visto ni un peso. Mientras lo miraba sintió como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza, después el calor de la furia le subió hasta la cara, ¡tanto! que el santafesino le preguntó ¿qué te pasa? Ella cerró los puños hasta lastimarse con las uñas, no quería llorar, ni gritar, ni golpearlo. No le dijo nada, lo odió. Iba a dejar a Memé con un hijo, así como así. Con gente como ese tipo no se podía razonar. ¿Y por qué le iba a devolver el dinero? Si no era para el casamiento, sería para los primeros días del hijo. No se había equivocado. Era mal bicho, como fueron los que siguieron en la vida de Memé.
Y Memé se ató a ese recuerdo y vivió como vivió, tal vez creyó que toda la culpa era de los padres, tal vez era demasiado pensar que la vida de cada quién se construye de a poquito y que no todo viene de afuera, que somos inexpertos arquitectos de nuestros caminos.
Miró el reloj, cuarenta y cinco minutos de espera. Detestaba el tiempo de espera, eso le daba tiempo para resentir, para pensar en lo que había dicho, en lo que no, en que no había visto a Memé antes de partir.
La memoria montada en un cangrejo la llevó a pensar que justamente estaba en la misma calle donde había visto al santafesino, tal vez para la misma época.
No quería pensar, ya estaba bastante molesta con esto de visitar a más de cuatro médicos por mes. Ella a la que no le caían bien los médicos tenía que ir para controlar el desbarajuste que estaba haciendo con su salud.
Volvió a leer sobre la vida como una sucesión de destellos, de signos, de palabras (dichas y no dichas), de gestos, un dibujo, un cálculo con resultado de la propia imaginación.
Volvió a entrecerrar los ojos y las palabras de otros acudieron a cerrar una explicación “no piense solo como lo hace un poeta o un matemático, haga una combinación, simplemente, una identificación del intelecto razonador con lo opuesto.” “No se puede vivir re-sintiendo. Lo malo es que usted tiene pensamiento rumiante. Mastica y mastica”. Las palabras de Juan se le atravesaban siempre que estaba en crisis. ¡Una lástima! El consejo no le sirvió a él. Una mañana llamaron a la casa de Ivana, era la mujer de Juan que le informó que no fuera al consultorio. Juan había muerto por causa de un infarto mientras dormía.
Ivana siguió enroscándose en lo que habría sentido Memé ¿Qué habría pensado? ¿Se habría dado cuenta ese lunes, o antes, que aquello que creyó no era cómo lo había pensado? ¿Se habría dado cuenta que sus padres…? No, tal vez no, pero ese último día por algo pidió caminar por el jardín de la casa de sus padres y luego se recostó para no levantarse más… Nunca sabrían qué pensó o sintió ni el porqué había dejado de tomar los remedios. Solo quedaba lo que le había confesado a una amiga “No sé qué hice mal. Trabajé, trabajé y trabajé. Todo está mal. Ahora con lo de mi nietita… ¿Por qué? No sé. A veces quisiera acostarme a dormir y no levantarme más.”
Ivana tenía los ojos brillosos, pero no sabía bien porqué no le salía llorar, pegar un par de gritos que se llevaran su pena. Había gente que lo hacía y alivianaba la carga, por lo menos no somatizaba. Después de todo es sano ese quitarse las penas. Hay quienes juzgan a quienes dan rienda suelta al llanto o a lo que sienten. ¿Debía decirle esto a alguien que se quejaba de la forma en que lloraba “”x”? ¡No! Los comedidos siempre meten la pata. En el pasillo apareció la doctora que la llamó con voz impersonal. Ella contestaría las preguntas. ¿Le preguntaría como el otro médico si algo personal le estaba pasando? Mejor le diría de entrada que estaba mal anímicamente por esto y por aquello, seguro que le respondería: “El resultado del análisis nada tiene que ver con eso”.
Mentalmente recitó:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

17.9.09

CARTA a una profesora en el día del profesor...

Disculpe que la moleste, no sé si será la persona que estoy buscando.

Mi nombre es Lorena E., cursé hasa 5to año en el J.P.M., y estoy buscando a una profesora que nunca más pude olvidar. Espero haberla encontrado, y de ser así que se acuerde de mí. No era la mejor alumna, estaba de novia con Matías Z. (hizo muchas veces de mediadora jajaj), nuestro curso sufrió la pérdida de un compañero en un accidente y posteriormente la intervención del colegio. Sufrió y lloró junto a todos nosotros.
Recuerdo que fue la profesora que me hizo agarrar un diario para nunca más dejar de leerlo junto con mi desayuno, nos habló de principios y de ir siempre adelante con la verdad. No sé si aprendí algo de la materia que nos daba, pero fue una guía más que importante en principios y moral para mi vida.

De no ser usted, me disculpo.

Saludos,

Lorena

15.9.09

Línea de frontera

Ivana salió con el sobre del laboratorio en la mano, pasó frente al bar ubicado en el mismo lugar del que frecuentaba cuando era joven, no quedaba nada más que la ubicación. Se le apelotonaron algunas imágenes de aquel tiempo y calculó cuánto le saldría un pequeño desarreglo en su presupuesto de salud y dinero. Sonrió, mejor era no sacar cálculos y entró. Recordó un mail que le mandó una ex compañera de trabajo sobre la conveniencia de hacer cosas interesantes, de tener una vida interesante en lugar de perder tiempo fregando la casa. Si te dicen “que tengas una vida interesante” parece ser que alguien te está mandando un buen deseo. Ivana sonrió, no se trata de un buen deseo, sino de una maldición como escribió Ana María Shua, sobre todo cuando agrega: “¿a quién le interesa la felicidad ajena?"
Ivana se sentó en una mesa con vista a la calle, abrió el sobre y se fijó en los numeritos referidos al colesterol, a los triglicéridos y volvió a sonreír. Lo hacía convencida que bastaba con la mueca de una sonrisa para que el cerebro se confundiera y reaccionara “en positivo”.
En la vereda un par de mujeres pitaban desesperadamente un cigarrillo, seguro que habían salido del edificio con mármol negro en el frente. ¡Qué ganas de arruinarse la vida! Antes se podía fumar en los bares, en espacios cerrados, en las oficinas. Recordó algo de los tres años pasados justamente en ese edificio. ¿Cuántos cigarrillos fumaba? Hubiera sido un problema para ella la prohibición de fumar
Ivana ojeó el titular del diario que le habían obsequiado en el subte: Alerta por inédita ola de suicidos de trabajadores de France Telecom. Leyó: “Después de 23 suicidios, el último de ellos el pasado viernes, el de una mujer de 32 años que se arrojó por la ventana de su oficina (…)”. Conjeturó si esto de los suicidios sería contagioso, había muchas formas de autodestruirse, unas eran más evidentes que otras. Siguió leyendo sobre los despidos, sobre la famosa palabreja “restructuración” cuando los números no son como los empresarios desean. Ella solía o suele verse trabajando en cualquier organización “como tornillo descartable, donde hoy estás; mañana no te necesitan y te reemplazan.” Estaba y está contaminada por una visión kafkiana en que los individuos son números, tal vez un nombre de pila sin apellido como José K. Se ganó más de una mostrada de dientes, había gente que creía en las bondades de las empresas, fundaciones, instituciones varias donde había trabajado.
En la barra del bar estaban atareados, supuso que iban a tardar en atenderla. Tenía algo de tiempo. Si no se hacía tarde, tal vez fuera al cine después de ver a la médica. Miró como le llevaban una generosa porción de torta con crema y un café a una mujer “rellenita”, no pudo dejar de asociar el aviso de la tele en que todos se fijan en lo que hace el otro maltratando su salud. Están los que fuman, los que comen mal, los sedentarios, los que se amargan por cualquier cosa… Sonrió y se pregunto ¿qué de todo eso no soy o no hago? Se acercó la camarera y le ofreció la carta con el menú. A Ivana le resonó el sermón, de la anterior visita a la médica: “tenés que mejorar tu dieta, no puede ser que los triglicéridos estén tan altos, lo del colesterol vamos a ver cómo lo solucionamos. Los triglicéridos son por los hidratos… bla! bla! En un mes tenés que repetir el análisis”. Había pasado un mes y estaba peor. ¿Qué le estaba pasando? En el laboratorio había leído en una revista sobre ciertas personas, en su mayoría jóvenes, que sufren de una especie de desorden en su comportamiento, que a veces les lleva a poner en peligro su vida. Personas en estado de confusión, como si no tuvieran una identidad propia suficientemente constituida que les sujete en la vida. Personas que viven en una permanente inestabilidad emocional, como en una especie de "montaña rusa", de la cual, y esto es lo grave del problema, pueden salir despedidos en cualquier momento.
Ivana guardó el diario, imaginó una línea, un borde, ella situada en el borde. Sintió fastidio no tenía ganas de pensar, sacó de la cartera un libro de cuentos. Durante un mes había tratado de cumplir con la dieta y el resultado era peor. Tal vez no tenía que ver con la comida, era el estrés, esa sensación de estar en el borde aunque ya estaba vieja para tales síntomas. Mientras esperaba que viniera la camarera tomó en cuenta lo que había leído y la serie de asociaciones que había hecho. Todas tenían un sentido, iban hacia un mismo camino, el fastidio empezaba a ganar terreno, abrió el libro y empezó a leer el primer cuento, quería huir de sus pensamientos. La camarera se acercó y le pidió disculpas por la demora. Ivana pidió un té con limón. Siguió leyendo, una frase la sobresaltó “nunca había pensado que se podía querer a alguien de esa manera, dándole poder absoluto sobre su felicidad.” Ivana quería y quería, quería a sus hijos, a sus hermanos, a sus amigos, a los compañeros de trabajo, a su trabajo (aunque en las organizaciones la trataran mal) y hasta quería a la médica; era probable que ninguno se diera cuenta de cuánto los quería. Solo una persona merecía una parte de su felicidad y sintió que era justamente la persona a la que menos daba el lugar que merecía. Ella se dijo “de eso se trata, del poder que doy sobre mí a quien no debo”. Estaba harta, ese estúpido temor al abandono, a que no la quisieran y moverse en el parque de diversiones de la vida subida a una calesita, jamás se decidió por una montaña rusa, un pararacaídas o un parasubida, “sobreadaptada” le habían etiquetado. Abrió el diario y se fijó en el horario de la película que quería ver, tenía cuarenta y cinco minutos para llegar, el cine estaba a cinco cuadras. Sacó el celular para llamar al consultorio y lo volvió a guardar. Calculó el tiempo. Contó el dinero que tenía en la billetera. Se paró rápidamente, fue hasta la barra, se sentó en un taburete y pidió cambiar el té con limón por una torta de chocolate con crema y merengue más un jarro de chocolate caliente.

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2.9.09

Quiero recordarte en el país de la infancia

Y no sé qué escribir ¿lo hago sobre esto o aquello? No sé si decir o escribir sobre estas cosas, está bien o está mal. Por ahí es catarsis, salvación, evasión o vaya uno a saber qué.

Y ya no estás entre nosotros...
Y me pregunto ¿quién era la que estaba entre nosotros?
Y no sé...
Tal vez eras la que conocí recién nacida en el cochecito un cinco de enero (hace más de cincuenta años).
O tal vez eras la que quiso comer champú en envase plástico, pensando que era un caramelo.
O la que se escondió debajo de la mesa, mientras buscábamos por todos lados a una nena de cachetes rosados y con rulos.
(En la desesperación salí corriendo a buscarte con la bicicleta, me pegué un porrazo que me dejó una marca que hoy observo en el espejo. Cuando volví a casa estabas allí muy fresca, debajo de la mesa comiendo una tableta de chocolate.)

No, no. Tal vez eras la que pintó un sapo imitando a mamá que estaba pintando la mesa y las sillas.
(-¿Cómo hiciste para que el sapo se quedara quieto?
-Le puse un pincel sobre la cabeza, para que se quedara quieto y con este otro lo pinté.)

Quizás eras la que hizo dibujos con una fuerte crítica hacia los adultos
(¿Adónde habrán ido a parar esos dibujos? ¿Cuántos años tenías? Parecían caricaturas de Patoruzú).
O tal vez eras la que me sorprendió reconociendo a alguien que estaba muy lejos y lo habías visto una sola vez.
Por ahí sos la que se comía la crema de las tortas ¿te acordás? Hubo una vez que me puse a gritar como loca a las siete de la mañana, tenía que llevar una torta para vender en el colegio y la habías dejado peladita... (papá me llevó en un jeep verde -medio destartalado, sin puertas- recorrimos los once kilómetros a los saltos)
Tal vez fuiste todas y una en la niñez, a pesar de todo, una hermosa etapa en la que cargué con vos de aquí para allá. Aunque teníamos poca diferencia de edad, tomé el lugar de la mayor (medio mamita), vos eras "la más chica" de los cuatro.

Me detengo en esa etapa hecha de sonidos, de imágenes, de olores, de tacto y del gusto por la comida de mamá (etapa de sentidos, no contaminada por la razón), en la que fuimos tan unidas, tan distintas y, porque no, tan felices los cuatro.

En la adolescencia te quedaste allí y me fui. Te invité para que vinieras conmigo, así te ayudaba a estudiar, y dijiste “Ni loca vivo en ese pensionado de monjas”. Nos vimos de a ratos.
La memoria se construyó desde entonces como un abrigo lleno de agujeros.
Y ya no estás.
Y te vi allí tan fría, tan pequeña otra vez, y ya no sos.

Y traigo a mi memoria el recuerdo del recuerdo y de todas las imágenes prefiero recordarte ese día con nuestra bisabuela; vos con tus rulos, con cachetes rosados estabas parada en un sillón en el jardín de nuestra casa.