7.11.09

Línea de frontera - cap V

Era un día inusual de primavera, aunque debería decir que ya nada se parecía a lo que Ivana consideraba usual. Le dolía cada centímetro de su cuerpo. Sentía que ir a trabajar era como empujar la piedra de Sísifo ¿a qué dioses habría ofendido? Medía el paso del tiempo por la ropa que tenía que lavar. Miraba el canasto de mimbre y cuando estaba lleno decía “otra semana que se me pasó volando.” Trataba de ordenar y limpiar esa casa que sentía grande como cierta ropa que uno se compra cuando joven; a medida que el cuerpo se va achicando queda floja o larga en piernas y brazos, pero siempre queda lo que desencaja y te aprieta molestándote arriba y debajo de una cintura que parece no haber existido jamás de los jamases. Percibir cansancio y aburrimiento por la rutina era lo que más le dolía. Desde joven se decía “huir de la rutina no es más que meterse en otra. La costumbre no es mala en sí, es la forma en que la enfrentamos. La felicidad tiene cuatro condimentos: amor, un trabajo que te haga sentir útil, salud y un poco de dinero –como para no morir de hambre-.” Ella tenía amor, un trabajo con poco sueldo -donde todo lo que hacía era inútil- y la salud trastabillaba. Sonrió, sus pensamientos saltaban hacia atrás, cuando joven le había horrorizado que una cama limpia donde morir era lo único que podían tener un humano, en algún remoto país.

Quería escribir, pero no encontraba la punta por donde desenredar la madeja, había empezado por molestarle leer, eso era grave. No se podía concentrar, ni siquiera podía leer salteado buscando una palabra. No podía evadirse de eso que llaman lo real. Sino leía, no se evadía; sino se evadía no iba a escribir, porque para escribir necesitaba la palabra que le hiciera explotar asociaciones e imágenes que la llevaran a buscar un lápiz y una hoja. Estaba comenzando por mirar con fastidio los libros en la biblioteca, se vio tirándolos, por el balcón, convertidos en una lluvia de papelitos.

Encendió la tele, no fue lo acertado. En un aviso el protagonista quería contar sobre su estado de ánimo y lo dejaban solo. Para remediar su ánimo caído tenía que comer unas galletitas que le cambiaran la cara, en otro todo era perfecto, en otro el producto era lo perfecto para lo imperfecto, etc. En la serie, en las películas, en los noticieros, en los documentales los objetos se apoderaban del hombre ¡Era el colmo! Hasta en los avisos le filosofaban que tenía que transitar el cambio o cambiar de camino. Todo era light, no debía entristecerse por nada, ni preocuparse, ni molestarse, ni averiguar demasiado. Pensándolo bien, no había escapatoria ¿Quién podía comer esas galletitas mágicas que ofrecían? Esas galletitas para lo único que servían eran para aumentar los triglicéridos y los rollos en la cintura. Los actores de los avisos cumplían con la función “desproblematizadora” de la vida (¡uf! ¡Qué palabra tan larga! pero es así ¿dónde se vio un aviso donde los protagonistas estén sufriendo algún contratiempo o se sienta para el…? El final feliz solo en las peli de…) Apagó la tele, miró por la ventana, estaba lluvioso, era una primavera en que uno sentía que nada estaba seco, todo estaba pegajoso, ni el ánimo se escapaba a esa babosidad. Las nubes se desplazaban formando un gran círculo sobre la ciudad, no era lo común, pero se parecía a una peli de ciencia ficción, digo de esas que se refieren al cambio climático. Ivana solía miran las descargas eléctricas, percibía al viento cada vez más fuerte, imaginaba cómo los edificios de la ciudad se deshacían, como castillos de barajas. Cierta vez comentó sobre el cambio climático y le dijeron que no era por culpa del hombre, ni del calentamiento, que era propio del ciclo de la vida en la Tierra, que ella nunca podía ver nada bien, era campeona en deprimir y preocupar al cohete a los demás, y que blablabla.

Sobre la mesita que le servía de escritorio, estaba el cuaderno que usaba como bitácora del viaje de la noche al día. Lo acarició con la punta de los dedos, por un instante sintió ganas de romperlo, cualquiera podría leerlo y no estaba segura de que le interesara que alguien se enterara de sus sentimientos, de sus broncas y las etc. Sonrió ¿quién iba a leer algo tan aburrido? Volvió a sonreír. La terapia de la sonrisa, eso no debía olvidarlo.

Se acordó de la jefa, también era puro blabla. Primero le había dado una indicación, luego le dio una contraorden, pero no reconoció que Ivana había cumplido sus órdenes al pie de la letra. Bueno, es bastante común escuchar que el cliente siempre tiene la razón, si quiere matarse lentamente “hay que venderle, por ejemplo cigarrillos para que se fume día a día la vida”. No se tiene una forma de pensar propia, se varía según la voluntad del cliente. De eso se trata, si no hay cliente, no hay ventas; si no hay ventas, no hay ingresos y la “organización” (cualquiera sea) se va a canastito del palo mayor del barco. La cuestión está en saber ¿por qué pensamos como pensamos?, ¿quién o qué hace que pensemos…? Ella sentía que no tenía ganas de cambiar de camino ni de caminar el cambio, no quería ser un animal robotizado, por lo menos a conciencia, no quería una inteligencia que no tenía, le bastaba el poco entendimiento sobre lo que le rodeaba. Era probable que se convirtiera en ermitaña.