Nostalgias
Foto de un paisaje de mi pueblo, sacada de la galería de fotografías del municipio.
Nostalgias como si fuera la letra de un tango, pero sin ganas de emborracharme, ni de escuchar risas locas, ni de olvidar amores que fueron flor de un día…
Ni copa, ni angustia, ni abandono, ni soledad, ni rosas
muertas…
Solo un tiempo que ya no es, de seres que no están
Y como te dije mi querida Paula: quisiera que hoy estuvieran.
Me contestaste: no
habría mundo que soportara que la gente no muriera.
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Y será la edad que me pone nostalgiosa, no sé, tal vez. Cada
día algo me dispara los recuerdos como si fueran la madalena proutsiana o tal vez sea un reflejo condicionado. Un sonido,
el aroma de una comida, un color o una palabra hace que la memoria segregue
imágines (como si fuera el estómago de un perro en un laboratorio) y me instalo
en un tiempo que creí borrado para siempre. La memoria se desboca y de repente todo
se mistura y me sorprende (yo que soy mala para recordar nombres o apellidos,
hasta de ellos me acuerdo).
Así ayer estuve frente a mi nieto que tomaba un helado. Se
lo había prometido el día anterior, el problema fue encontrar una heladería
abierta y frente a él volví a tener seis años, en el jardín de la casa de mis
abuelos. Mi abuelo pidió que me trajeran un helado y que lo comiera frente a
él. Él sabía que me gustaban los helados, en el pueblo era un lujo. Ordenó que
me sentara frente a él, porque si yo lo comía, era como que si lo comiera él.
El abuelo estaba enfermo, quizás fue su último verano, no recuerdo bien. Comí
aquel helado en un día de sol bajo los árboles, tenía más o menos la edad de mi
nieto. Se me llenaron los ojos de lágrimas, qué pena haber perdido a mi abuelo
tan pronto. Supongo, muchas cosas habrían sido diferente si mi abuelo no se
hubiera enfermado.
Esta tarde le dije a mi compañero de vida, me
siento como cuando tenía trece años, cuando devoraba una novela de Corín
Tellado cada día a la hora de la siesta. Mi mamá no se preocupaba porque eran inocentes
novelas románticas. Por supuesto que mi maridito me dijo: “vos no lees Corín Tellado”.- Ahora no, pero
leí –le contesté. En este momento
estoy leyendo este libro de F. Bonelli; me parece lo mismo, anda en esa línea. Vos
sabés, casi treinta años después de leer a Corín cursé una materia sobre
géneros literarios marginales, entre ellos el de pornografía. Allí apareció la
referencia a la “inocente pornógrafa” y romántica Corín Tellado. Me reí
muchísimo pensando en mi madre. ¿Qué hubiera pensado si le contaba aquello?
Fuera del comentario, volví a sentir los veranos en mi
pueblo, el calor agobiante de las tardes, el deseo de viento o lluvia que
aliviara la sequedad del ambiente: volví
a sentir aquellos trece años cargados de tristeza, de sentimientos encontrados,
del temor a que mi madre nos abandonara…
las imágenes volvieron a apelotonarse en forma caótica.
Por la noche fuimos a ver una peña, aunque en alguna
oportunidad había estado en esa escuela, el ver bailar a la gente, el escuchar
folklore me instaló en mi adolescencia. Hacía mucho que no veía tanta gente bailando chacareras, escondidos o zambas. Los
festivales de folklore en mi pueblo, el olor a choripan y empanadas, el
bullicio de la gente se confundieron del
presente al pasado y del pasado al presente, hasta recordé a la señorita C. que
bailaba tan bien la zamba y tenía amores con el dentista del pueblo que era
casado. ¡Todo un escándalo! Pero ella no se inmutaba y seguía dando clases como
si nada, a mí me parecía alguien
extraordinario. En la peña la gente bailaba, gritaba, aplaudía y me sumé en esa
mezcla de sentir que estoy aquí y no en otra parte, soy el resultado de los
años que quedaron atrás, respiro y
sonrío aún cuando haya tantas personas que quise y ya no están.
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