30.7.10

De educación, profesión y profesor/a

(una cuestión más que de palabras)


Hace ya mucho tiempo un señor profesor de latín nos explicó que la palabra educar tiene un profundo y hermoso significado, dijo: proviene de ducere (educare >>educere) que significa guiar, conducir. En este sentido educar sería “guiar o conducir” en el conocimiento. (Además, él nos explicó la diferencia con otras formas de guiar)
Por otra parte, aparecen algunas referencias etimológicas referidas a ex ducere, de donde ex = sacar (aunque en mi diccionario de latín directamente duco, ducere tiene entre sus significados “sacar de dentro de sí” sin necesidad de ex). Educar sería igual a sacar lo mejor de cada uno fuera, desde adentro hacia afuera. No sería, en este caso como se cree, llenarles la cabeza de datos e información a las personas.
Así, Profesor/a (que pareciera que se dedican a educar, como lo hiciera mi gran maestro de latín) viene del latín profiteri (declarar en público) palabra compuesta del prefijo pro = adelante, a la vista y el verbo fateor: manifestar, reconocer, admitir, confesar.
(¡Qué lástima! Creía yo que profesor tenía que ver con dar fe de algo, pero no es así)
Así que en esto de informar (o deformar), de dar datos, métodos o lo que sea hay quienes ejercen el “arte” de educar.
Hace mucho tiempo leí un libro sobre “el educador nato”. Lo que recuerdo es que ante el título me puse a pensar ¿para qué se estudia pedagogía, ciencias de la educación y etcétera, etcétera?
Sucede que cualquiera puede decirse profesor en el sentido de profesar – declarar ante los demás algo que se sabe- pero pocos pueden ser educadores. Si mal no recuerdo, don Spranger decía que para la tarea educadora se necesita mucho más que un impulso interior, se requiere una inclinación para la cual se requiere algo más que talento. Para ser educador, si bien se requiere haber nacido para ello, esto sería parte de una “preformación”, es imprescindible en experimentar el ejercicio de la propia educación para poder ayudar, colaborar con un a “otro” para que alcance lo mejor de sí.
El maestro, el educador vendría a ser una palanca, pues la educabilidad existe, aunque no sea absoluta.
Es así que hay quienes se dedican a “enseñar”, no a educar, dando a su oficio los siguientes significados aportados por el DRAE:
1. Instruir, doctrinar, amaestrar con reglas o preceptos.
2. tr. Dar advertencia, ejemplo o escarmiento que sirva de experiencia y guía para obrar en lo sucesivo.
3. tr. Indicar, dar señas de algo.
4. tr. Mostrar o exponer algo, para que sea visto y apreciado.
¿Y el significado de educar dónde quedó?

Pero ¿eso a quién le importa? ¿A los docentes? Convengamos que no, pues docente no viene de ducere sino de doceo. ¿Para qué tanta etimología? dirá alguien.

Respondo: en el arte de educar hay pocos. Tal vez porque se nos confunden las palabras y enseñar, educar, formar, instruir, adoctrinar, memorizar, dar señas de algo o advertir se tomen como sinónimos.
Muchos docentes pueden aplastar al “educando” en lugar de colaborar para que deje salir lo mejor de sí. Y cuando pasan estas cosas me cuestiono sobre mi forma de actuar, sobre lo que puedo o no hacerle a los demás en esto de tratar de guiarlos. Tengo en cuenta mi experiencia como alumna y las agresiones gratuitas que recibí en descalificaciones sobre mis intervenciones no inteligentes o mediocres. La recomendación que me hizo una profesora (hace más de 40 años) sobre la madurez, la necesidad de higiene mental en un profesor, aunque a los adolescentes y a los padres pueda parecerle lo contrario, siempre la tengo presente.
Cierta vez le contesté a un profesor: “Mire, si fuera un genio no estaría aquí. No me haría falta escucharlo.” En realidad, ese día le contesté porque me salí de mis cabales, con sus aires de diva “progre” agredió a un compañero. Como no pude decir nada en el momento, puesto que mi compañero se calló mansamente y muy apenado, esperé a que hiciera una referencia ofensiva a toda la clase (de las que hacía a menudo) para saltarle como un monito descontrolado en el uso de la palabra.
Y siguiendo con esta experiencias de gente que se cree profesor nato, educador nato, sin ninguna preparación o mínimo sentido común, así alguien que se dice "profesor/a", en estos días, puede tildar de ridículo el texto de ficción de un educando porque ubicó como personaje a un ruso en la Patagonia argentina a comienzos del siglo XX. Lo que el o la “profesora” no sabe es que en ese lugar se radicó una de las primeras colonias rusas en Argentina. Esa colonia, a pesar del cambio de nombre "oficial", ya cumplió más de 100 años.
Y esto me lleva a anudar otra experiencia personal en esto de que alguien te ayude a aprender. Cierta vez escribí en un relato "la mujer, muy bajito me contó: tomo más cincuenta pastillas al día". "¡Eso es inverosímil!" dijo la coordinadora del taller literario. Le expliqué que era real, que lo había visto. En ese loquero, recibían pastillas en frascos gigantes con la dosis mínima y se las administraban según el estado de los internados. "Lo mismo, es inverosímil, aunque sea en la Argentina".

Sí, la realidad puede superar a los disparates de ficción. Así como cualquier "profesor o docente" puede dejar una marca en el cerebro como si este fuera cemento fresco (esto me lo contó una compañera de estudio, tenía 40 años y no se podía olvidar de algo que la había pasado en la escuela primaria).
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Y también está aquello que cierta vez un desaforado me dijo “la educación no existe”, “los educadores no existen...”, “los humanos ya se educan en el vientre de la madre” (sic)