23.7.09

Savia sabia

A Su, que me mandó un mensaje de vida Quechua

Cierta vez un poeta me preguntó “¿Y vos qué hacés?” Lo miré y pensando en que nada inteligente podría decirle, se me ocurrió contestarle simplemente: “vivo”. Él me miró y me contestó: “¿todo eso?”.
Supuse que me estaba tomando el pelo. Sonreí y toqué mi pelo ensortijado. Era una mata enmarañada que solía llamar la atención a más de uno y pensándolo bien, con una pila de años menos, al señor le llamó la atención esa joven lindita que le contestaba con aparente seguridad y sin ningún deslumbramiento.
Con el tiempo reparé que la tarea de vivir no es tarea simple, se necesita sabiduría.
No sé cuando nació mi deseo de ser sabia, creo que siempre lo consideraron una falta de modestia de mi parte, pero he aquí que el problema estaba en el significado que daba a la palabra. No se trata de información, de datos o elucubraciones universitarias que pueden o no aparecer en un título. Aún sin saber el origen latino de la palabra sabio o sabiduría, para mí ser sabia se relaciona con saborear la vida, tal vez se me enreda o asocia con la homófona savia que nutre, da energía y vivifica.
Había leído por ahí que los loqueros estaban llenos de gente inteligente, de gente que no disfrutaba de la vida. La lectura me inquietó bastante, me veía mustia (debería decir maniáticamente tristona), ni qué decir cuando alguien reforzaba mi ser o mi apariencia melancólica, como esa compañera de trabajo que me dijo:
“siempre te vi tan oscura, tan triste” o cuando una jovencita, que escribía bellos poemas y caminaba por el cordón de la vereda como si fuera por una cornisa, me reprochó: “Vos, siempre ¡tan tétrica!” por lo que escribía en el taller.
Y de aquí, de allá, desde hace un tiempo y de mucho antes también
“cuidé que los demás no hablaran mal de mí, traté de comportarme como los demás querían que me comportara”, dejé de hacer o de decir para que no me criticaran. Aunque tenía claro que siempre hay alguien dispuesto a pensar y a hablar mal de cada quien, no lograba desprenderme de “mi buena educación para complacer” por temor a que alguien hablara mal de lo que dije, hice o dejé de hacer. (Lo peor es la duda de no haberme liberado totalmente de ese temor, ese mandato de portáte bien” y que “los hermanos sean unidos”).
Recibí en estos días un mensaje que me sirvió para acomodar las ideas en un estante cualquiera de la memoria.
“No, la vida no tiene porque ser una comedia o una tragedia en un escenario esforzándome por ser una farsante en el tránsito cotidiano, soy lo que soy. Dolida por una historia que no logro cerrar y que –como una piedra en mis zapatos- me molesta al caminar mi presente.”
Y ¿a dónde voy con todo esto? Ya llevo seis décadas caminando. Tal vez la vida sea solo eso, un camino que no debo convertir en cárcel.

Hace diez años me dijeron que tuviera una visión sobre mi futuro y que la representara en un papel; a raíz del mensaje recibido reparé en que parte de la visión estaba cumplida. Sólo una pequeña parte se me había esfumado, el irme a vivir a la cordillera. Entonces sonreí, agradecí a mi compañera de “calidad de vida” dadora del mensaje, puse los pies en la tierra. No sé que es la felicidad, pero no me parece sospechosa o inalcanzable, tampoco me incomoda decir: A pesar de algunos contratiempos me siento feliz, estoy enamorada de la vida. Camino al lado de: un buen hombre que amo (el abuelo que mis nietos miman), cuatro hijas, dos nietos, cuatro yernos (que no sé si me quieren, pero por lo menos me toleran) y un puñado de amigos.
Una de mis hijas me dijo hace dos días “gracias por haberme dado la vida, amo a mi familia. En la vida lo más importante son los afectos y yo los tengo.” Creí alguna vez que ella nunca me iba a decir eso, fue como sentir que aquella visión de papel estaba completa fuera de todo teatro.
Si estas palabras resultan cursis, insoportables o aburridas, lo siento. Como decía el mensaje recibido
“no hice de la cordura mi opción”, tengo la edad que tengo y soy lo que soy. Soy humana. Me declaro culpable de vivir.