22.3.09

Cuando nos tropezamos con una piedra

La primera vez, puede ser un error de cálculo, un problema de visión, ir caminando distraída, pero si te tropezás seguido con la misma piedra ¿no habría que prestar atención sobre la forma de caminar?

Decía en un texto anterior sobre esa gente con la que uno suele toparse y no sabemos cómo decir tal o cual cosa; tal vez, mandarla un poquito a la M…. (Lo siento, no hay pip que me censure aquí, pero me cuesta escribir ciertas palabras de manera completa, debe ser porque escucho tanto decirlas en: radio, tele, en la calle, en charlas con amigos o no tan amigos que, tal vez, me molesta ese verborrágico tirar “malas palabras”.)

Sigo, si una vez alguien nos dice tal o cual cosa y no sabemos qué decir ¿no sería bueno pertrecharse de ciertas defensas o armar un escudito con el cual poner cierto límite? Digo, como para no tropezar con la misma piedra. Es cierto que más de una vez repito lo de “no hablamos una lengua somos hablados por ella” (con lo cual siento que cada quien se manifiesta tal como es y piensa en las palabras qué dice ¿no es así que todo debería correr por cuenta del emisor del mensaje?).

Hace tiempo que no sé cómo delimitar cierto intercambio que me termina por hacer caer en una telaraña de estupideces. Un persona conocida me preguntó ¿Cómo estás? Ilusa de mí, creí que estaba interesada en mi salud, le di detalles del fin de semana en que me internaron, le mostré mis brazos con moretones por las veces que me sacaron sangre, el suero y las etc. A las dos horas de la charla me preguntó si pensé en hacer “x” trabajo para ella. En lugar de poner moño a la situación le contesté “Mirá, esta semana tengo que ir al gastroenterólogo. Hasta que no me den un diagnóstico claro y lo que tengo que hacer. Perdí casi tres kilos de peso en una semana, me siento flojita…”
Terminado el reclamo me hubiera dado unos fuertes tirones de orejas, un coscorrón de insultos por imbécil. Era mi oportunidad de poner fin a trabajar por chauchas y palitos en algo que no me siento cómoda. Bien viene preguntarse ¿quién tiene la culpa, el chancho o el que le da de comer?
Y siguiendo con enredos, me pasé defendiendo a una compañera de trabajo para que le dieran más horas y haciendo hincapié en su capacidad intelectual. Me sentí muy mal cuando pusieron a otra persona en lugar de beneficiarla a ella, tal fue mi empatía que sentí que yo podía ser rechazada de la misma forma. Mi mirada de descontento molestó a mi jefa, el día que me enteré la noticia… Días después se hizo una reunión, mi compañerita dice lo que va a hacer y me salió del alma decirle “Sería bueno que me avises, ese tema lo trato yo con los de tercero”. Mi superior me devolvió la mirada. Un rato después me soltó un “¿Viste? Se corta solita. Vos que siempre la defendés.”

Y sí, a esta altura debo reconocer que el problema es mío. Debería recurrir a una gran tiza y trazar un límite en aceptar lo que me dicen, en lo que doy cuando me piden, en las culpas que siento cuando no doy o sobre lo que digo, etc. etc.

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Sobre las “malas palabras” se puede dialogar o polemizar largo y tendido, me refiero a ciertas palabras que abundan en nuestro lenguaje cotidiano (por lo menos en mi país) y que me resultan “groseras”; además de denotar una falta de imaginación para decir, la misma falta que tengo yo en otras tantas trivialidades.