12.4.08

El último juicio

Uno de los Juanes que conoció en su vida le dijo:

Lo peor es su resentimiento. Cuando pueda curarse de él, creo que habrá solucionado la mitad de su vida.

Ella lo recordó. Él había muerto una noche, mientras dormía. Ella lo supo por boca de su mujer, la llamó por teléfono para decirle que no iba a atender a su hija. Pensó “me diagnosticó aquello que no pudo resolver. Tal vez fui un espejo. Me gustaría saber qué pensó antes de morir. ¿Habrá pensado?”

Le llamaron la atención porque había hecho mal su trabajo y recordó a ese Juan. Estaba furiosa consigo misma, nunca iba a crecer. Salió del lugar apretando los dientes, diciendo cuánta razón tenía Sócrates, no era más que una prostituta barata que vendía el trabajo que amaba por chirolas, en gente que, para colmo de males, no amaba. Ella no podía desprenderse de ese viejo hábito de resentir el pasado en cada nuevo hecho de su vida. Volvió a sentir todos las reprimendas que había sufrido en su vida, las de antes de las diez años, las de la adolescencia, las de los treinta, las de los cuarenta, las de los cincuenta. Lo peor era sentir que hacía todo mal, que la culpa siempre era de ella, que era una buena para nada, era ese lastimarse sin piedad enfermizo. La mezcla de tiempos en su cabeza, las lecturas falsamente comprendidas, los razonamientos fugados de una línea, la lógica matemática incomprendida, la semiótica travestida. Sonrió de su estupidez tan estúpida.

Ella sintió un fuerte dolor en el pecho y se repitió: Esto sí que es una estupidez, los sentimientos no tienen porque doler en el corazón, son nada más que grabaciones en el cerebro que se confunden en el pensamiento.

- Ella, si querés sentir distinto, tenés que pensar distinto- le había aconsejado uno de los pocos Migueles que conoció en su vida.

Y cerró los ojos y apretó los puños y el dolor era más fuerte. Estaba cansada, se le aflojaron las piernas, apretó los parpados con fuerza y trató de respirar.

Escuchó el pip entrecortado de la máquina al costado de su cama, se dio cuenta que ya no estaba en la calle. Tal vez …

Escuchó ruidos, pero no veía nada, alguien ordenó: aplicale la inyección, sino vamos a tener que reanimarla.

El pip era más débil, Ella no pudo apretar con más fuerza los parpados, no tenía sentido, no veía ni un solo reflejo. Tenía una máscara en la boca, pero no tenerla no le facilitaría el poder hablar.

Era una lástima partir sin despedirse.

El jurado se acomodó en sus sillas y le preguntó una vez más si quería volver.

Ella se repitió: otra vez este tonto sueño en el que me juzgan.

Una de las juezas tomó la palabra:

-¿Quiere volver? Sólo tiene que contarnos tres días enteros plenos de felicidad.

Ella sonrió. -No recuerdo ni un solo día completo de felicidad, sólo momentos. Cuando me casé, cuando fui madre, cuando los bebés caminaron, cuando me llamaron mamá, supongo que tuve muchos momentos. Pero ¿tres días? No. No pasé tres días completos de felicidad, no creo haber pasado ni uno. Siempre alguna nube, un roce, por mínimo que fuera, nubló mi alegría. Hasta cuando logré un título, un trabajo en lugar de disfrutarlo lloré por todo lo que me costó. Ella sonrió, advirtió que si estuviera su compañero le diría "Vos siempre hablando de más."

Los jueces deliberaban, Ella miró hacia arriba, la cúpula era blanca y luminosa, la sala estaba desprovista de todo adorno, los jueces volvieron a mirarla y la sentenciaron.

Hubo un pip, un último pip. Ella abrió y cerró su mano izquierda.

Ella se dijo “si tan solo pudiera contárselo a alguien para que mi experiencia le sirva”, pero el jurado ya había abandonado la sala.