3.7.06

No tiene quien le escriba...

Miró el frasco de café instantáneo no quedaba ni una cucharadita, destapó la lata de café de filtro y sólo quedaba el olor; en una caja encontró café en saquito, listo para introducir en la taza, el último. Debería traer el frasco que tenía en su casa o, quizás, resignarse a tomar mate cocido. ¿No era más sano? Tenía vitamina B y antioxidantes. Sí, debería hacerle caso a la doctora Ailin, ella había explicado sobre las bondades de la yerba mate. Mientras esperaba que hirviera el agua se preguntó porqué no usaba el microondas. Quizá, calentaba el agua a la antigua para escapar de la computadora y del sillón que le sujetaba los brazos y piernas como si estuviera cumpliendo con su sentencia de muerte. En realidad siempre sentía que el trabajo en la oficina le quitaba su vida, estaba harta de anotar cantidad inventadas en papeles que no le servían para nada. Pensó en la pirámide de las necesidades de Maslow ¿Qué la movía a permanecer allí? ¿Sus necesidades primarias? No tenía sentido, era ese continuo enredarse en devolución de favores lo que le impedía tomar decisiones terminantes. ¿Quién sabía quién era Maslow? ¿Acaso importaba?
“El hombre es un ser para la muerte según Heidegger”, dijo en voz alta. En realidad, pensó que todos, tarde o temprano, estaríamos bajo tierra con el mismo tapadito de madera, con manija más o menos de bronce o de otro metal más barato, con algún adorno diferente sobre la tapa, pero todos estamos (de algún modo) sentenciados. Pensó en releer algo de Montaigne sobre la educación para la muerte. Sentía que era una sobreviviente que había pasado el medio siglo y esperaba el correo. Estaba probando, sin quererlo, parte de su propia medicina.
Normalmente, cuando se enojaba con alguien elegía el silencio como muro que definía territorios. Probablemente lo hacía ante la imposibilidad de decir algo inteligente, de saltar sobre su propia estupidez, su temor al rechazo o la influencia del dejar hacer y dejar pasar en un aparente liberalismo de lo cotidiano. Ella sabía que dentro suyo cabía algo de fascismo, aún cuando le pesara. Generalmente no se había preguntado por el otro, le habían enseñado algo sobre la empatía, pero le era la materia más difícil en el aprendizaje de la vida. Brechtiana no confesa, prefería la lectura desviada del “distanciamiento”, racionalismo bloqueado en un barniz de intelecto que ella sentía que no poseía, pero que los demás le endilgaban. Había tenido largas discusiones cuando sostenía a brazo partido que “era una perfecta ignorante”. El colmo fue cuando le respondieron “la falsa modestia no te sienta”. Ella sabía que sus conocimientos eran insatisfactorios, que la masa amorfa de pensamientos tardaba en tomar forma y traducirse en expresión, justamente, por saber que sabía casi nada. ¿Debía quitar el casi? Solía decirse: “Debí ser actriz, las tablas se perdieron conmigo algo. En la comedia de la vida los papeles que represento son una máscara, son mi persona. Todos creen lo que no soy. Después de todo, debería sentirme feliz de mi fidelidad con la palabra, llevo al máximo el significado de persona”. Interiormente era un rejunte, un simulacro de Frankenstein y le dolía todo. Entre sus costumbres estaba el tratar de comunicarse con las personas por las que sentía verdadero afecto. Todos los días abría el correo y esperaba que alguien, a quien amaba entrañablemente, le hubiera escrito.
Terminó su horario de trabajo, nuevamente revisó su casilla de correo. No había mensaje.
Pensó si tenía una excusa para llamar por teléfono. Desvió la mirada, en un estante del armario descubrió El Coronel no tiene quien le escriba. ¿Quién lo habría dejado allí? El día anterior no estaba, pensó que podría releerlo con ojos nuevos, habían pasado muchos años desde que lo leyó por primera vez. Lo bajó, iba a ir a la casa de unos amigos, pasaría con ellos el fin de semana; seguro que dispondría de unas horas para leer.
Antes se esperaba al cartero, las cartas podían perderse, no creía que pasara lo mismo con Internet ¿o sí? Una frase le carcajeo una respuesta: “A mí que no me jodan. Me joden y no les hablo más. Estoy cansado de escuchar lo mismo.” Supo entonces que del mismo modo en que analizaba prosa o poesía podía trazar paralelismos en la escritura de su vida. Titubeó, recordó la palabra que cerraba la pequeña novela. Eso la llevó a pensar en el esposo de una conocida. Habían estado hablando de las clases de filosofía, del enojo de la madre judía porque su hijo se declaraba nietzscheano. A ella se le ocurrió pensar sobre eso del bien y del mal, estúpidamente dijo en voz alta parte de lo que se le cruzó por la cabeza. “¿Quién podía decir lo que estaba bien o mal?” Justo ella, que siempre era acusada de rígida, se puso a dudar para existir. La contestación del marido de su conocida fue “creo que a vos te volcaron en la cabeza algo marroncito y con mal olor sacado de algún tachito”. Él nunca podría entender lo que había dicho, del mismo modo que no podía captar las implicaturas del discurso de su mujer. Ella una vez le confesó “¿Cómo no va a ser un amargado? Siempre en el PC, dándose manija, amargándose como si eso fuera a solucionar los males del mundo, etcétera, etcétera.” Dos años después, él murió de cáncer. La mujer parecía que lo escuchaba, pero no. Después se suicidó el hijo y con la hija algo no funcionaba ¿o sí? ¿Extraña relación familiar? Subió al auto, miró por la ventanilla, otra vez llovía ¿él se habría dado cuenta? ¿Estaban separados como le había contado un compañero de la facultad? Era extraño cómo ella se enteraba de cosas sin preguntar ni indagar, eran esas informaciones que le confirmaban ciertas sospechas.
En este caso ¿la falta de respuesta terminaría con una excusa? Le dirían que no se habían podido comunicar con ella, inventarían una pequeña mentira.
La mujer le dijo al Coronel: “Dime, qué comemos.”
Ella pensó si ella comería también lo que dijo el Coronel, lo del tachito, lo que dijo el marido de su conocida. Todo cerraba perfecto. Por eso se había acordado de él.
El coronel y su mujer habían perdido su único hijo, tuvo la imagen precisa de otros padres sin los hijos y de muchos hijos sin padres. Se podía ser huérfano de padres o de hijos, también estaba la ausencia de los amigos, las relaciones superficiales, ese todo está bien, por las dudas, no vaya a ser que se ofenda. Ella comenzó a sentir como una hiedra el abandono que le iba creciendo desde los pies y se enraizaba destrozando su piel, su carne, sus huesos.


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Segundos afuera


(he cambiado de lugar este texto para ver si me dejan de mandar comentarios en inglés, a los que no le encuentro sentido)

Una mujer, de esas tantas que circulan por una de las ciudades del mundo globalizado, miró el noticiero de la noche y vio a la Tigresa hablando de su profesión de boxeadora.
Esa mujer pensó que se encontraba bastante lejos de la boxeadora, ella solo hacía alguna actividad física por obligación y racionalización operativa. Los médicos le habían dicho que tenía que caminar y caminaba, leyó que la actividad física le proporcionaba naturalmente la química del “buen humor” y peleaba con las depres y otras yerbas moviéndose de aquí para allá. Ella se enredaba en libros que le resultaban “cortinas que dejaban ver los zapatos de seres humanos” con las mismas grandezas y ruindad de tantos que circulaban por el mundo.
Miró a la Tigresa y pensó en cómo sería sentir dar golpes, cómo sería recibir golpes que le tajearan la cara.
Al día siguiente la mujer, mientras bajaba la escalera de su casa miró hacia abajo y se vio caída en el piso, se acordó de una foto de un artículo de violencia familiar. “La cara, nada menos que la cara” se repitió la mujer. “¿Por qué uno se tiene que romper la cara?”
Un compañero de taller, hacía más de veinte años, le había dicho que cierta gente traslucía en la cara lo que era en la vida. Fue por eso que se sintió horriblemente mal cuando con el rabillo del ojo espió a una mujer con la que se cruzó en la calle. Tenía la mitad de la cara color borravino, con esa textura que hace que los estúpidos se sientan como ella.
Recordaba otras caras, la conciencia de belleza que tiene cada uno, el poder de la apariencia, El Hombre elefante (algo más que un relato), la oposición “modelo / forma de pensar”, “las modelos son huecas”, recordaba, recordó que alguien le había dicho “Pasan los años y seguís igual”. Ella había sentido que si se veía como cuando era adolescente, teniendo más de cuarenta, era por esa costumbre de poner distancia con los sentimientos para que no la arrastraran.
Hasta ese momento guardaba rasgos adolescentes, pero la vida comenzó a sacudirla cada vez más fuerte y la expresión levemente lánguida pasó a triste y por momentos a inexpresiva.
Ella pensaba en que todo lo sólido se desvanece, que en la vida nada era seguro y para siempre. “Las personas se van o se mueren y las cosas se rompen o se oxidan” había leído esas palabras cuando tenía veinte años, sentía que nada era para aferrarse, que debía andar por la vida siempre emprendiendo adioses y eso le dolía. Sentía todavía el adiós del abuelo a los siete años, el de las dos madres, la de su padre… y sabía que habría más. Hubo otros dolores en el medio de estos adioses, la mujer los escondía pero de noche eran los fantasmas de “si hubiera hecho esto o aquello, si no hubiera sido así”.
La mujer se había levantado aquella mañana, se había vestido con un trajecito verde, un disfraz para simular lo que no sentía, de aquello que había sido parte de su amor por la profesión, pensó mucho en que a las 17,15 tenía que ir a un lugar que no le interesaba, que ella era un relleno, iba por compromiso para una actividad no elegida. Como siempre, mientras se preparaba para salir pensaba en todo lo que le deparaba el día. En la cabezota le rondaba ese continuo representar el papel de obediente, quería quedarse en su casa, disfrutar de hacer nada, miró para atrás y se dio cuenta que llevaba más de cuarenta años trabajando. Hacía mucho que pensaba sobre el camino recorrido y lo que quería hacer en adelante. Le gustaba aprender a dibujar y pintar, quería tener una casa con huerta y animales, estaba cansándose de los libros, del trabajo fuera de casa. Quería un mundo pequeño junto a su familia, a ella le gustaba “volar bajito como a un gorrión”, extrañamente cuánto más se empeñaba en jugar cooperativamente en la vida y en su rol de “maestrita” le surgían competidores y críticas.
Las charlas con un adolescente, que a ella le parecían interesantísimas, un día se cayeron cuando la mamá del joven le comentó “A mi hijo le encanta charlar con vos. ¿Sabés que dijo? No le puedo ganar.” A partir de ese día ella se decidió por el silencio, lo último que quería era competir con aquel chico, ella se maravillaba de lo mucho que él sabía y por eso le respondía. Esas charlas eran para ella “comunión” y no competencia.
Bajó las escaleras, pensó que era posible que se pegara un golpazo, todo estaba asquerosamente húmedo, resbaloso. Las botitas no eran las adecuadas, pero eran lo más cómodo para ese día en que debía lucir “presentable”.
En la puerta estaba el santo varón que la acompañaba desde hacía 34 años, con su paciencia, con su amor. A ella no terminaba de gustarle que él se levantara más temprano sólo para llevarla, del mismo modo que hacía más camino para pasarla a buscar por las noches. Ella quería que él fuera un poquitín más libre, que saliera alguna vez con sus amigos sin ella. Pensándolo bien, tampoco ella hacía demasiadas cosas sin él. Eran dos insoportables pegotes. Él no tomaba vacaciones si ella no tomaba vacaciones, ella tomaba vacaciones porque él tenía vacaciones.
Fue al colegio, dio clases, no le gustó como había hecho su trabajo. Se acordó una sentencia cercana “Si das la clase con ganas van a aprender con ganas. Vos sabés dar una clase así, pero si la das para el culo van a aprender para el culo.” Sentía que la chatura la invadía. Había dado un curso de cuatro clases para adultos y los alumnos dijeron en las encuestas que fueron clases buenísimas, que sería bueno tenerla como profesora más tiempo. Ella se sintió como una prostituta barata. Esas cuatro clases habían sido preparadas como los avisos publicitarios, pura emotividad y poca racionalidad, había vendido un producto, se había vendido ella para tapar agujeros que el curso no preveía y que ella no podía dar.
Cuando terminó de dar las clases pensó en que no tenía el número de teléfono para avisar si no iba a las 17.15. Calor, humedad, cielo gris. Pensó que tal vez debía almorzar algo antes de ir a la oficina, comprarse una carterita presentable o hacer otra cosa, pero no. Vio que el colectivo se acercaba y se fue para la oficina. Se sentó, sacó el libro Amor líquido y comenzó a leer, a dialogar con un autor ausente y la memoria del Arte de Amar. ¿Tendría que ver otra vez con que todo lo sólido se desvanece?
Después de veinte minutos de viaje, pensó en si se bajaba allí o seguía para leer tranquila y comprarse la carterita, pensó que ese día se iba a ir más temprano de la oficina. Para ella era bueno cumplir con cierto horario, pensó en la carterita y se levantó con su humanidad y el peso extra del portafolio, la cartera negra descocida, la campera y el paraguas; tocó el timbre para que el colectivero parara y al bajar no supo bien si fue el tobillo que se le dobló, si fue un mareo, si fue el piso resbaloso lo que hizo que su cabeza diera contra el asfalto. Sintió como si algo la hubiera empujado de tal forma que no le pudo sostenerse, los brazos le fallaron. Cuando su cabeza estaba contra piso lo primero que pensó fue: “No es necesario darse un golpe para no ir a caretear a un encuentro de docentes”, sonrió, debía aprender decir NO. Siguió enganchada en las reflexiones sobre los golpes en la cara, en las mutaciones de la cara, en lo que las caras reflejaban, todo en segundos. Se sentó. Hizo una mueca que se parecía a una sonrisa y le contestó al colectivero: “Me caí solita. No tenés nada que ver y no voy al hospital”. A mil revoluciones por segundo se vio en el hospital, deambulando de una salita a otra hasta que le dieran algún diagnóstico, como había sido golpe en la cabeza la iban a tener en observación, como había sido en la calle iba a intervenir la policía y si realmente le pasaba algo ¿quién iba a avisarle a su familia? Tres personas se acercaron y ella pensaba en cómo hacer para no preocupar a la familia “¿Cómo iban a recibir la noticia: la señora tal tuvo un accidente en la calle y se encuentra internada en el hospital X?” Por la distancia seguro que era el Pirovano, había estado allí una vez, eran vuelteros. “Ni loca voy al hospital” se dijo. Un hombre con infinita paciencia se le acercó para ayudarla, una jovencita le dio un par de gasas para que se limpiara la sangre que le brotaba de la cien, el colectivero insistía, pero la mujer se paró, levantó sus cosas, miró sus anteojos en el pecho intactos, respiró aliviada y se dirigió a la vereda. Se sentó en el umbral de una puerta que le abrieron, el hombre de la infinita paciencia le ofreció el celular e hizo las llamadas que la mujer le indicó, primero a la oficina, pero como no obtuvo respuesta terminó por llamar a sus hijas, sabía que las iba a asustar y se aborrecía por ello. “Los padres cuidan a sus hijos y no a la inversa” se repetía cuando hacía alguna tontería de ese tipo.
Ingresó en la casa de la puerta abierta y fue hasta el baño y allí se vio la cara en el espejo. Sonrió, se dijo “ahora sí podés sentir algo parecido a un golpe de boxeo. Ceja abierta, párpado cortado y mejilla morada”. Como pudo se empezó a lavar la sangre y esa mancha oscura que le había tatuado el asfalto. La mujer se sintió mareada y apretó los dientes; se dio ánimos: “Minga que me voy a desmayar”. Ella tenía bronca consigo misma por esa extraña costumbre de boxearse, “los accidentes no son porque sí” se recriminó. Volvió a la calle y se sentó a esperar a la ambulancia, a sus hijas.
Cuando la vieron hubo llantos y abrazos, subió a la ambulancia sin ayuda aún cuando le dolía el pie y dijo “Al papá le avisan cuando todo esté tranquilo”.
Ella sabía que esos segundos habían sido mucho más que una simple caída.

8 Comments:

Blogger TOTA said...

Ya con el título pensé en "El Coronel no tiene quien le escriba"
¿Cómo andas mami? Te mando un abrazote

03 julio, 2006 10:44  
Blogger Amy said...

Bien, fue un ejercicio, pensar cómo reescribiría ese libro una mujer (en una ciudad) la espera de una carta, por un motivo no preciso. Me falto lo del gallo.

03 julio, 2006 14:22  
Blogger Amy said...

Liter: te agradezco tu lectura. Si bien digo lo de autobiográfico, tengo una lectura muy especial sobre lo real y la ficción. Lo real cuando pasa a la escritura se convierte en re-presentación de lo ausente, de lo que ya no está. Pasó por un proceso de selección. Mi marido me preguntó ¿por qué escribiste eso? Una vez me dijeron "escribí como si estuvieras muerta, no pienses que te van a censurar o pensar mal de lo que escribiste. Dejá fluir las palabras, no la censures pensando en qué van a pensar."
Con lo que me escribiste en un texto anterior (sobre el instinto maternal) "De acuerdo con Foucault y hablamos de humanismo, ok! Somos modernas, no?" No sé si soy moderna, postmoderna o antigua. A esta altura... Je!Je!
Resulta que vi un aviso de publicidad y me dije: "¡Ah! ¡no! Si el tema pasó a los avisos es más serio de lo que pensaba." ¿Resultado? les dije a los alumnos: "Tienen un trabajo práctico, la mitad del curso debe defender el instinto maternal y la otra mitad atacar la postura. Investiguen. Busquen material, cada grupo tiene que ver cómo lo utilizan los publicistas y cómo lo utilizarían ustedes en publicidad y propaganda." Así que junto a ellos voy a leer un montón. Después te cuento. Hay un libro publicado por Paidós de Badinter. No lo leí, ando detrás de él y no pude conseguirlo.
Otra cosa, no sé nada de la teoría del caos, en realidad es un granito de arena lo mío.
Vi el helado de sangre de pescado en el blog. Decía Roland Barthes que el "ojo" era muy engañoso...
Cariños

04 julio, 2006 14:16  
Blogger Amy said...

Hola Sir! ¿Cómo anda? Hace unos días que no visito su blog, solo me dedico a subir algo al mío. Si no fuera por mi nieto diría: lamentable lo mío. Estoy muy en nona últimamente. Mi nieto pesa más de 4 kilos 200. Un Bombonazo. Me "sacrifico". Lo fui a cuidar el viernes por la tarde, el sábado por la mañana y ayer por la tarde. Je! Ahora me hago una escapada.

04 julio, 2006 14:25  
Blogger Amy said...

Liter: a raíz de la foto en tu blog fui al sitio "Directo al paladar" y el título decía "helado de sangre de pescado". Eso es algo de lo que normalmente trato de que los alumnos vean. Lo que pueden parecernos las imágenes.
Con respecto a lo de la autobiografía es porque muchas veces leo textos como si fueran novelas (ficción) y "no" lo son (El queso y los gusanos, por ejemplo). Sobre biografías, autobiografías y documentos; sobre todo para las autobiografías hay un texto y un juego de palabras en inglés "I / eye" que me gusta aplicar. Me gustan los ensayos de Montaigne porque dicen más de él que si se hubiera sentado a escribir su autobiografía, es más los leí como tal. Es decir, me separo bastante del “pacto de lectura”, los géneros, las formas de lectura. Leí W o recuerdos de la infancia, me fascinó. Me llevó a tratar de poner el contexto del escritor y de la época para captar un poco lo mucho que expresó Perec en libro.
Cariños

06 julio, 2006 00:23  
Anonymous Anónimo said...

Las palabras pueden mentir, pero las imágenes mienten mucho más ¿no es cierto? A mis hijos les aconsejo no fiarse de lo que ven en la TV, porque todo puede ser un montaje.
No he leído nada de Perec, pero intentaré hacerlo.
Gracias, Amalia.

10 julio, 2006 02:00  
Blogger Amy said...

Liter: Hay un catalán Jean Ferré (creo que es así el nombre) leí algo de él sobre comunicación. Me gustó mucho. El tiene otro concepto de lo subliminal, por ejemplo en la televisión. Es aquello que no alcanzamos a percibir concientemente y está. Dicho sea de paso me encantaría conseguir ese libro. Perec en su libro pequeño me llevó a que volviera a leer la introducción de La Ilíada. Sentí que ninguna guerra era gloriosa... Cada palabra era un rompecabeza que me llevaba a múltiples asociaciones.
Cariños

10 julio, 2006 13:00  
Blogger Amy said...

Perdón Liter, me equivoqué de autor. El nombre correcto es
Joan Ferrés. El libro es "Televisión subliminal. Socialización mediante comunicaciones inadvertidas."
A esta persona seguro que la escuchaste y la leíste. Solo pude leer unos capítulos que me pasaron fotocopiados de cuarta mano, y por Internet el libro totalmente comentado. Como me gustan los temas (las anécdotas que cuenta sobre los avisos publicitarios) lo estuve rastreando, pero figuraba agotado porque es del '96.
Le pedí a un compañero de trabajo, que estudia ciencias de la comunicación, que lo ubicara en la biblioteca y tampoco. La profesora que me dio algunos capítulos para leer tampoco lo tenía. No lo necesito, simplemente que el hombre habla de: "La seducción como metonimia" y otros temas que me interesan. Nada más. Diríamos que mi búsqueda es sólo un gustillo de "rata de biblioteca".

12 julio, 2006 15:36  

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