4.5.06

De río, arena y luna

A orillas del río recordé que tenía unos pocos recuerdos y esa costumbre de estrechar voces para componer mi historia.
Todo comenzó cuando me reprocharon:
-No sabía que escribías estas cosas.
-Yo tampoco- dije a modo de disculpa- sólo son copias fieles de inagotables libros que me llegaron a través de las voces de los otros, de mis maestros.
La verdad es que: de mi felicidad y tristeza no quiero dar cuenta, siempre dije “morirán conmigo” y de ahí este aire libresco.
De un remoto lugar surgió un embudo por el que huían recuerdos y me empujaban al vacío. Ante lo inesperado corrí, traté en vano de registrar lo que me quedaba dando formas y armando celdas y todo, todo era arena.
Entonces simulé caminos, palabras, construcciones y artificios. ¿Qué era yo sino los libros que había leído y las voces que me habitaban? ¿Era la construcción de un Dios que detrás del gran Dios dibujaba la trama de mi camino hecho de sueños y letras? No. No hay tal Dios. ¿Cómo puedo olvidarme de ver el relámpago y de escuchar el trueno? Debía ser cierto, cuando nos vamos poniendo viejos el pasado pierde su estructura, deja de ser una secuencia para convertirse en conjunción de retazos.
Frente a la ciudad, a nivel del río, se veía la luna cubierta de niebla, puntos luminosos y resplandores brillaban a mi espalda y se prolongaban sobre el agua. En una barca arenera creí ver una lona o harapo convertido en un murciélago gigante, debía jugar a experimentar un poco de miedo infantil en esa noche tan común y tan sosa.
Esta ciudad siempre me pareció que es una y es todas, las de antes y las de ahora. Esta ciudad que se ufana de su cosmopolitismo no es Cartago invadida por los griegos. ¿Y por qué tenía que serlo? Por mi abuelo. Lo único que me queda de griego es un apellido, para colmo, italianizado cuando mi abuelo asumió su destierro.
“El abuelo nunca nos contó de dónde vino” dijo mi hermano. Imposible que se lo dijera porque era muy pequeñito.
“Nada supimos de su pueblo, de su gente, de su lengua…”
(Abuelo ¿viniste a enraizarte de olvido? Tarde muy tarde, ya no sirve preguntarte.)
Y no importa el día que sea, a orillas de este río de mansas olas, siempre veo el mar dulce de Solís y a la vez se funde con otro río. El río de mi infancia teñido de otros colores, acariciado por sauces y mimbres, meciendo nostalgia.
Del río revuelto y marrón surgió la voz de Hebe que me dijo “este es el libro, el lugar donde el tiempo no existe, donde lo eterno está vivo”.
¿Eterno? Eterna es la arena que cae y resbala del reloj que apuñala las ruinas.
Un pedazo de azulejo rodó entrecortado en el paseo a orillas del río. ¿A qué casa habría pertenecido? ¿Qué secretos encierra? Los camiones hacen montículos con escombros de la ciudad que se transforma en edificios cada vez más altos. ¿Hasta donde harán avanzar las avenidas sobre el río? El azulejo empequeñecido se hará arena entre idas y venidas, entre golpes del agua del río.
“Luna lunera, cascabelera…” Me surgió decir, ¿De niña o de grande cantaba esa canción? No sé. Miré nuevamente la Luna creciente, “los cuernos de la Luna indican abundancia” ¿A quién se le habrá ocurrido pensar tal cosa? Saltar de baldosa en baldosa para no pisar las junturas. ¿No fue ayer que jugaba a estas cosas?
¿Fue hace mucho tiempo?

De mirar la Luna comprendo a este río pardo, huraño o impaciente, que corre dentro y fuera mío. Veo en él mis años que son nada o todo en los infinitos ciclos de la arena.
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De: Escritos de taller - 1987